Se cumplen
treinta años de la muerte del gran Julio Cortázar; de su muerte física y en
circunstancias evitables, ya que según parece revelarse ahora, ese virus
extraño que tuvo desorientados a los médicos que lo atendieron habría sido el
del SIDA, contraído en una transfusión tras operarse una úlcera, en una época
en que el SIDA no se conocía y los controles en los bancos de sangre no
existían. Una pena que no siguiera escribiendo unos años más aunque uno lo dice
de quejoso nomás porque Julio ha dejado una obra que se mantiene viva, con
mucho todavía por leer, por releer, por disfrutar.
Cortázar sospechaba
que el ser humano y la vida eran otra cosa, que había algo más que el diario de
la mañana, la oficina, los impuestos y los ñoquis del domingo. Y lo buscó todo
el tiempo, en cada cuento en cada texto, en Rayuela y logró implicarnos a sus
lectores, hacernos vislumbrar eso que quizás, en algunos textos, coincida tanto
con lo que Lacan llamó “lo Real”.
Que mejor
forma de recordarlo que aventurarse en sus páginas, leerlo, citarlo, difundir
su obra como quien recomienda una medicina.
“Imagino al hombre como una ameba que tira
seudópodos para alcanzar y envolver su alimento. Hay seudópodos largos y
cortos, movimientos, rodeos. Un día esos se fija (lo que llama la madurez, el
hombre hecho y derecho). Por un lado alcanza lejos, por otro no ve una lámpara
a dos pasos. Y ya no hay nada que hacer, como dicen los reos, uno es favorito
de esto o de aquello. En esa forma el tipo va viviendo bastante convencido de que
no se le escapa nada interesante, hasta que un instantáneo corrimiento a un
costado le muestra por un segundo, sin por desgracia darle tiempo a saber qué,
le muestra su parcelado ser, sus
seudópodos irregulares,
la sospecha de que más allá, donde ahora ve
el aire limpio,
o en esta indecisión, en la encrucijada de
la opción,
yo mismo, en el resto de la realidad que
ignoro
me estoy esperando inútilmente.”
Rayuela, cap. 84