Tengo entendido que el policial negro surge en la década del veinte en los Estados Unidos como contraposición al policial inglés. En el primero, según Gustavo Di Pace, un crimen altera el orden y un policía intachable y muy inteligente logra, aplicando el razonamiento y casi nunca la violencia, descubrir al asesino y restaurar el orden. Las historias de Sherlock Holmes serían el ejemplo paradigmático.
En el policial negro, el crimen deja de ser un hecho aislado, una mancha en un orden inmaculado. El crimen pasa a ser un crimen de contexto. Los asesinatos están motivados por un contexto en el que la corrupción empieza a dejarse ver y el dinero suele ser la motivación preponderante. La obra de Raymond Chandler podría tomarse como paradigma de este vuelco.
Si Werner Herzog no fuese tan “lobo estepario” podríamos pensar que su película “Un maldito Policía” abre, aunque lo haga en terreno cinematográfico, una nueva etapa en relación al género policial. La corrupción ya no solo se deja ver, sino que ha impregnado la sociedad entera. La corrupción es el orden y las diferencias entre policías y delincuentes se han borrado totalmente. No hay un orden que el buen policía pueda restaurar. No hay buen policía. Hay un crimen, pero su resolución no importa tanto ni cambiará nada. Lo esencial es mostrar el estado de una sociedad.
El policía que se nos muestra está enfermo, sufre dolores crónicos en la espalda, es un adicto a la droga y al juego y a todo lo que supuestamente debería combatir. No se distingue de los malos. Por la película circula una muestra de personajes en estado de descomposición. Hay por allí, algunos que intentan salirse (el padre, la novia) mientras la mayoría apenas lucha por acomodarse mejor en el fango.
El estado mental del policía que interpreta Nicholas Cage invade toda la película. La película se vuelve delirante logrando una connivencia entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta.
Mientras asciende en el escalafón policial desciende como ser humano. ¡Qué mal está nuestra cultura! Y no nos damos cuenta o no nos importa. Sobre esto pareciera Herzog querer llamarnos la atención, y entonces mete iguanas, cocodrilos, el alma de un cadáver bailando alocada y una escena final impactante, un anti-final hollywood, de modo tal que le resulte imposible al espectador tomarse la película como un policial más.
La historia transcurre en la Nueva Orleans post Katrina y empieza en una cárcel inundada, supuestamente desalojada, en la que un preso olvidado pide auxilio mientras su celda se llena de agua. Aquí aparece el protagonista que duda en salvarlo por temor a mancharse un calzoncillo de 50 dólares. Herzog evita todos los clichés relacionados con Nueva Orleans: no hay jazz, ni vudú, ni ritos funerarios.
El huracán no limpió la corrupción sino que la dejó mucho más expuesta, tal como hace Herzog en esta película original, inclasificable, una “comedia oscura” según palabras del propio director.
Si de a ratos nos parece estar viendo un típico policial negro somos sorprendidos por alguna irrupción extraña que produce una risa inquieta, nerviosa. Reímos mientras nos tapan las pantanosas aguas del Mississipi.
Si jugáramos a hacer un símil entre la evolución de las historias policiales y el concepto de salud, podríamos mencionar un primer período en el que la enfermedad mental era vista como una mancha en la pulcra normalidad social, y el enfermo, un desviado al que hay reinsertar en el orden social (policial inglés). En tiempos más recientes, la cultura empieza a ser vista como contexto provocador de enfermedad mental. La normalidad empieza a ser cuestionada y despegada del concepto de salud. Ser una persona normal, adaptada al medio, ya no garantiza ser una persona sana (policial negro). Cómo pensar entonces la salud en una sociedad en la que los más enfermos parecieran ser los que mandan; en la que el deseado ascenso social pareciera implicar un abandono del sí mismo, un olvido de la integridad del ser humano. Una cultura que encierra a sus locos menos peligrosos (basta visitar el Borda para darse cuenta) y pone en los lugares de decisión a los más nocivos.
Sobre esto pareciera estar reflexionando Herzog en una obra en la que lo policial funciona como excusa.
En el policial negro, el crimen deja de ser un hecho aislado, una mancha en un orden inmaculado. El crimen pasa a ser un crimen de contexto. Los asesinatos están motivados por un contexto en el que la corrupción empieza a dejarse ver y el dinero suele ser la motivación preponderante. La obra de Raymond Chandler podría tomarse como paradigma de este vuelco.
Si Werner Herzog no fuese tan “lobo estepario” podríamos pensar que su película “Un maldito Policía” abre, aunque lo haga en terreno cinematográfico, una nueva etapa en relación al género policial. La corrupción ya no solo se deja ver, sino que ha impregnado la sociedad entera. La corrupción es el orden y las diferencias entre policías y delincuentes se han borrado totalmente. No hay un orden que el buen policía pueda restaurar. No hay buen policía. Hay un crimen, pero su resolución no importa tanto ni cambiará nada. Lo esencial es mostrar el estado de una sociedad.
El policía que se nos muestra está enfermo, sufre dolores crónicos en la espalda, es un adicto a la droga y al juego y a todo lo que supuestamente debería combatir. No se distingue de los malos. Por la película circula una muestra de personajes en estado de descomposición. Hay por allí, algunos que intentan salirse (el padre, la novia) mientras la mayoría apenas lucha por acomodarse mejor en el fango.
El estado mental del policía que interpreta Nicholas Cage invade toda la película. La película se vuelve delirante logrando una connivencia entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta.
Mientras asciende en el escalafón policial desciende como ser humano. ¡Qué mal está nuestra cultura! Y no nos damos cuenta o no nos importa. Sobre esto pareciera Herzog querer llamarnos la atención, y entonces mete iguanas, cocodrilos, el alma de un cadáver bailando alocada y una escena final impactante, un anti-final hollywood, de modo tal que le resulte imposible al espectador tomarse la película como un policial más.
La historia transcurre en la Nueva Orleans post Katrina y empieza en una cárcel inundada, supuestamente desalojada, en la que un preso olvidado pide auxilio mientras su celda se llena de agua. Aquí aparece el protagonista que duda en salvarlo por temor a mancharse un calzoncillo de 50 dólares. Herzog evita todos los clichés relacionados con Nueva Orleans: no hay jazz, ni vudú, ni ritos funerarios.
El huracán no limpió la corrupción sino que la dejó mucho más expuesta, tal como hace Herzog en esta película original, inclasificable, una “comedia oscura” según palabras del propio director.
Si de a ratos nos parece estar viendo un típico policial negro somos sorprendidos por alguna irrupción extraña que produce una risa inquieta, nerviosa. Reímos mientras nos tapan las pantanosas aguas del Mississipi.
Si jugáramos a hacer un símil entre la evolución de las historias policiales y el concepto de salud, podríamos mencionar un primer período en el que la enfermedad mental era vista como una mancha en la pulcra normalidad social, y el enfermo, un desviado al que hay reinsertar en el orden social (policial inglés). En tiempos más recientes, la cultura empieza a ser vista como contexto provocador de enfermedad mental. La normalidad empieza a ser cuestionada y despegada del concepto de salud. Ser una persona normal, adaptada al medio, ya no garantiza ser una persona sana (policial negro). Cómo pensar entonces la salud en una sociedad en la que los más enfermos parecieran ser los que mandan; en la que el deseado ascenso social pareciera implicar un abandono del sí mismo, un olvido de la integridad del ser humano. Una cultura que encierra a sus locos menos peligrosos (basta visitar el Borda para darse cuenta) y pone en los lugares de decisión a los más nocivos.
Sobre esto pareciera estar reflexionando Herzog en una obra en la que lo policial funciona como excusa.
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