domingo, 28 de febrero de 2010

Literatura - Cortázar - La vuelta al día en ochenta mundos

No tengo nada contra la literatura de entretenimiento, de hecho me parece mejor leer eso que nada; pero toparme con Cortázar después de leer “Los hombres que no amaban a las mujeres” (ver post anterior) realmente me produjo un shock. El libro de Stieg Larsson, como buen best-seller es pura acción, hay de todo: asesinatos, violaciones, venganzas, persecuciones, decenas de personajes, todo hilado en forma vertiginosa como para mantener atrapado al lector.
El contraste al leer los dos pequeños grandes tomos de “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967) es tremendo. Ya las primeras páginas desnudan la falta de belleza del anterior. Si el de Larsson atrapa, el de Cortázar libera. Cortázar escribe aquí lo que quiere, la libertad con la que aborda el libro se transmite al lector. No tenemos un hilo narrativo. Salta de una cosa a la otra y lo hace con naturalidad mediante una prosa que genera belleza en cada página. Nos cuenta de su gato con nombre de filósofo, reflexiona sobre la poesía, argumenta con gracia que uno de los grandes problemas argentinos es el encabezamiento de las cartas, intercala fotos, dibujos, mandalas. Hace un libro collage, flujo de talento. Relata un concierto de Louis Armstrong y nos transporta hasta allí.
“Lo primero que se ve de él es su gran pañuelo blanco, un pañuelo que flota en el aire y detrás un chorro de oro también flotando en el aire y es la trompeta de Louis… y nosotros en las plateas nos agarramos todo lo que tenemos agarrable, y además lo de los vecinos, con lo cual la sala parece una vasta sociedad de pulpos enloquecidos y en el medio está Louis con los ojos en blanco detrás de su trompeta, con su pañuelo flotando en una continua despedida de algo que no se sabe lo que es…”
Consagra treinta y ocho páginas a desplegar su simpatía por Lezama Lima y su novela “Paradiso”, dedica un poema a Jack el destripador, nos aclara la etimología de la palabra “piantado” y de pronto arremete con “la teoría del agujero pegajoso”, algo que puede parecer una broma o un relato zen.
“Se llama por ejemplo Ramón, y lleva el nombre pegado lo mismo que todo lo demás, lo que la gente ve de él y lo que él mismo ve de él. Pocos saben que en realidad es un agujero pegajoso.”
Cortázar se atreve al agujero, lo explora. Escribe desde un intersticio. Si las palabras normalmente tapan huecos, él invierte la cosa, tal como invierte el título del libro de Verne, otro aventurero al que rinde homenaje.
“Detesto al lector que ha pagado por su libro, al espectador que ha comprado su butaca, y que a partir de allí aprovecha el blando almohadón del goce hedónico o la admiración por el genio. ¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados…”
Escribir y respirar son la misma cosa. Cortázar transmite su vitalidad, la plasma en sus párrafos. Libera el humor, lo saca de su jaulita y lo deja circular por donde normalmente no se lo encuentra, alejándose de la seriedad, “esa señora demasiado escuchada”. Despierta complicidad. Se disfruta. Se agradece. Y se recomienda.