jueves, 24 de septiembre de 2009

Cine - Las flores del cerezo

Mucha gente va al cine para distraerse. Hay películas que están hechas para eso, para distraernos, para sacarnos un rato de la vida, para olvidarnos de nosotros mismos. Un cine que es acción una tras otra que no le deja resquicios a la angustia, un cine de efectos, generador de adrenalina sin peligro.
Por otra parte, hay personas que van al cine para encontrarse. Hay un cine que es espejo; un cine que cuestiona, que nos impugna. Un cine que es cuña, bello y perturbador a la vez.
Ambos cines pueden estar mejor o peor hechos, pero parten, de movida, de intenciones diferentes. Las flores del cerezo (de la alemana Doris Dorrie) pertenece a este último grupo.

Sakura: flor del cerezo. Es muy delicada y el viento la hace caer enseguida.

Considero que, al menos en el cine, importa mucho menos la historia, que la forma en que la misma nos es contada. La historia aquí es más o menos así. Rudi y Trudi son una pareja mayor que vive en el campo. Un par de doctores le avisan a ella que Rudi tiene los días contados. Ella no imagina una vida sin su pareja, entra en shock y no atina a contárselo a nadie. Lo que hace es promover un viaje a Berlín a visitar a dos hijos y luego a Tokio donde vive el tercero. Allí, con unas pocas viñetas, se pinta con precisión la distancia generacional: padres que no conocen a sus hijos, hijos que no conocen a sus padres. Los padres son una molestia que altera la vacía rutina de los hijos. Las menciones a la falta de tiempo se reiteran. Sorprende un poco que la nieta le haga masajes a Rudi hasta que vemos como, a sus espaldas, la abuela le da unas monedas por los servicios prestados. Como no pueden ocuparse de ellos se le encarga a la novia de la hija que los pasee por la ciudad (la escena en que las chicas se besan frente a los padres está muy bien lograda, con una naturalidad que la aleja de los lugares comunes a que nos acostumbra el cine de Hollywood). Ella logra conocerlos mejor que sus hijos.
Promediando la película tendremos una sorpresa que prefiero no revelar, pensando en quienes vayan a verla.

Hanami: fiesta de la contemplación de las flores en la que los japoneses se vuelcan a los parques a celebrar las flores del cerezo.

Doris Dorrie cuenta todo esto con un puñado de excelentes actores y una cámara digital que nos va mostrando los emblemas (las parejas de aves, la mosca, los pañuelos, el folleto para turistas, las manzanas) con los que carga de significación y poesía el relato.
Con unos pocos planos, Dorrie nos hace sentir la vida en el campo, en Berlín y en Tokio. Allí, además, contrasta el Japón globalizado con los vestigios aún vivos de antiguas tradiciones.
Las flores del cerezo cuya belleza Dorrie nos muestra en detalle, sirven como metáfora de la vida, hermosa y efímera. La flor del cerezo no se marchita, cae del árbol muy pronto, cae en plenitud.
La flor del cerezo era el emblema de los guerreros samurai, quienes tenían como ideal morir en el momento de máximo esplendor, morir dando batalla, en lugar de marchitarse con la vejez. Cada vez que un samurai abandonaba su casa rumbo a la batalla, se sembraba un árbol de cerezo en su honor. Una leyenda sostiene que las flores del cerezo eran blancas en su origen. El color rosado que vemos se debe a la sangre de los samurai.

Butoh: danza japonesa. Meditación activa que refleja la lucha entre el alma inmortal y el cuerpo perecedero.

Doris Dorrie, directora alemana de “¿Soy linda?” y “Sabiduría garantizada” entre otras, destapa el mundo en que vivimos, nos enfrenta con la existencia, con la muerte. Más allá de algún desliz narrativo (la película podría tener un par de escenas menos), su película es muy personal, tiene vida, tiene sangre. Su cine contribuye al rosado de las flores. Cámara que danza, cámara que es espada, cámara molesta, una mosca en la sopa del consumismo global.
Poesía en formato cine, poesía existencial. Recomiendo que se apuren a verla ya que es probable que dure en cartelera lo que las flores del cerezo.

martes, 22 de septiembre de 2009

Teatro - El último encuentro

Una interesante adaptación de la novela homónima de Sandor Marai se viene presentando desde enero en el Teatro La Comedia, con dirección de Gabriela Izcovich.
La historia es mínima: dos amigos se reencuentran luego de más de cuarenta años de estar distanciados por algo de lo cual nunca habían hablado hasta el encuentro que constituye la obra.
Uno de ellos quiere saber, esperó el momento con paciencia e insiste en desempolvar las viejas cuestiones. El otro (Konrad, una supuesta alusión a Joseph Conrad cuyo tratamiento de ciertos temas Marai ha admirado) escapó, recorrió el mundo y ahora vuelve, no habiendo podido escapar de la culpa. De todos modos resiste, calla, se ampara en el silencio. Es muy interesante la actuación de Fernando Heredia ya que se sostiene casi todo el tiempo en escena casi sin hablar.
Dos amigos, dos hombres que representan lo que podrían ser dos tendencias que confluyen en una misma persona: el que busca la verdad aunque intuya que puede doler y el que prefiere el silencio.
La puja se da en el escenario, dosificada por las apariciones del ama de llaves que interpreta Hilda Bernard.
Conmueve también la sangre que le pone Duilio Marcio a su actuación, puesto que en él recae el ochenta por ciento de los parlamentos. En un post anterior (en relación a “Yo en el futuro") escribí que cuando voy al teatro quiero ver actuar; aquí las actuaciones están, vaya que sí, actuaciones que despiertan admiración durante la obra y ovación cuando termina.
Tenemos también personajes que se enfrentan, que encaran los problemas, luego de haber dejado pasar mucho tiempo, es verdad, ya cuando la muerte los acecha, sí; pero en contraposición a los protagonistas de “La soledad de los números primos” (ver post anterior), mejor tarde que nunca.

jueves, 17 de septiembre de 2009

La soledad de los números primos

La soledad de los números primos es una novela de Paolo Giordano, cuyo título (tal como he comentado en un post anterior) me atrajo tanto como para entusiasmarme con la idea de leerla. El título originalmente puesto por Giordano era “Dentro y fuera del agua”, pero el editor sugirió cambiarlo. ¡Ojo! Existe un libro de Juan Riquelme titulado “La soledad de los decimales”, que echa por la borda cualquier pretensión de originalidad; pero, bueno, cuando me enteré de esto ya tenía el libro en mis manos.

Las vidas de Mattia y Alice corren paralelas. Están “ahí” de juntarse pero la unión no se produce nunca, son números primos gemelos, como el 41 y el 43, están cerca pero hay un número que los separa.
La estructura de la novela se nota, quizás, demasiado: un capítulo para Alice, otro para Mattia, una elipsis de tiempo. Un episodio de acercamiento, otro de alejamiento.
Giordano logra que empaticemos con los personajes, pese a las deficiencias de la traducción, la cual logró sacarme de tema en algunas partes recordándome que no estaba leyendo a Giorgano sino al tipo que lo tradujo. No tendría problema en aceptar nevera en lugar de heladera, pero “abrió el frigorífico y sacó una coca cola” ya me pareció demasiado. Será cosa del primer mundo, parece que en cada casa tienen un frigorífico.
De todos modos, por momentos la obra encuentra el tono justo. La escena en la que Alice arroja el tomate relleno al inodoro y este se tapa podría haber sido desopilante, podría haber sido grotesca, sin embargo, el autor logra transmitirnos el conflicto en que el personaje está atrapado transformando la escena en conmovedora.
Es un libro sobre la soledad, sobre el miedo y la imposibilidad de comunicarnos, sobre los efectos de lo traumático.
Las metáforas están subrayadas como así también algunas explicaciones: “...lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida.”
El comienzo es lo mejor. El episodio de Mattia y su hermana en el parque es muy fuerte, marca al lector así como al protagonista.
El tema de la anorexia también está bastante bien llevado.
Los traumas de la infancia marcan una vida. Alice y Mattia no pueden salir.
Las vidas de Mattia y Alice corren paralelas. Ambos padecieron una situación que les resultó traumática y no logran desembarazarse de eso nunca, no pueden largarlo, no pueden decirlo. Eso los emparenta y a la vez los mantiene separados. No se animan a poner su angustia en palabras, no se cuentan lo que los atormenta. No se lo cuentan a nadie, no pueden deslizar el sufrimiento hacia el nivel simbólico, hacia el nivel del lenguaje. No es descabellada la analogía entre la dificultad para disolver el sufrimiento y la imposibilidad de los números primos de dividirse por otro número que no sea el uno y sí mismos. Entonces, el sufrimiento deambula por sus cuerpos compeliéndolos a la repetición. Una y otra vez Mattia se tajea las manos (en la era del consumo, la psicopatología no está ajena a las modas, y el cutting parece estar de moda en estos días) y Alice vomita cada comida sin lograr desembarazarse de aquello que tanto le pesa.
Los dos callan, callan frente a los demás, callan entre sí, no se les ocurre acudir a una terapia. La novela los deja abandonados a la soledad de la repetición. La obra es casi una manual de cómo quedar a merced de lo traumático. Giordano no muestra una salida. “El silencio de los números primos” no le hubiera venido mal tampoco como título.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Teatro - Yo en el futuro


La idea de una instalación que cruza teatro y video cuyo tema es el paso del tiempo me atrajo al Teatro General San Martín, a presenciar la obra “Yo en el futuro” de Federico León.
La cuestión es más o menos así: los personajes de la obra se fueron grabando a lo largo de sus vidas en una serie de filmaciones caseras y, arribados a la vejez contemplan en escena lo filmado y lo muestran a las nuevas generaciones (¿o a ellos mismos en un salto en el tiempo?). Revolotea la idea de la circularidad del tiempo, leves variaciones de lo mismo.
El encuentro entre teatro y video se repite procurando la sensación de las cajas chinas. El problema es que miramos y miramos y poco interesa lo que se ve. Las actuaciones parecen más caseras que las filmaciones (¡cuando voy al teatro quiero ver una actuación!); dando la sensación de no ser más que una prolija muestra escolar.
El problema de las filmaciones caseras suele ser que solo interesan a quienes aparecen en ellas. Aquí, por momentos se produce la misma sensación. La obra, con su estructura recursiva de gente filmada viéndose filmada, logra captar la atención del público; la primera parte está cumplida, pero luego, desaprovecha el haber obtenido nuestra atención no conduciéndonos a nada atractivo. El paso del tiempo debe ser uno de las cuestiones más sensibles para el ser humano, el tema da para mucho; pero aquí no tiene fuerza dramática, no hay narración, no hay historia; tampoco emoción, todo es extraño y frío. Al terminar la obra y me quedé con la sensación de una buena idea desaprovechada.