lunes, 20 de febrero de 2012

Fotografía - Bienal Internacional en el Borges

Una idea se desprende al repasar la muestra, a partir del interjuego entre el título de la misma y la disposición de las obras. Carteles y folletos hablan de fotografía “artística y documental”; sin embargo al recorrer las salas de la bienal, las imágenes parecen constituir un todo orgánico (la curaduría de la muestra es mérito de Virginia Fabri, Julio Hardy y Analy Werbin), de modo que la distinción entre lo artístico y lo documental se desdibuja. Por supuesto, la principal pista para discriminar las fotografías artísticas de las documentales son las evidencias de montaje e intervención digital., que podemos advertir, por ejemplo, en la foto de Dina Bova (Israel), “Tiempo de perder y tiempo de encontrar”.

En “Aprendiendo los números naturales” no hay evidencia de Photoshop pero el ida y vuelta entre el propio título asignado a la foto y la imagen de ese niño africano, desnudo frente al pizarrón escribiendo los números, dice mucho a nivel artístico sobre el cruce de naturaleza y cultura.





En ambos casos, en el montaje digital o en el encuadre sutil de un instante, tanto en uno como en otro hay documento y también expresión artística.



Es conocida la anécdota de Picasso en la que alguien le preguntó por qué pintaba de modo tan irreal a las mujeres. Don Pablo preguntó a su interlocutor cómo era una mujer real, a lo que el hombre sacó de su bolsillo una fotografía de su esposa. Picasso sentenció: ¿Esa es su mujer? ¡Qué pequeña!¡Y qué plana!




La cámara es un dispositivo tecnológico que aparenta representar en forma objetiva la realidad, pero parte de la misma se escabulle. La cámara no puede mostrar todo, el artista elige un encuadre, algo queda dentro y algo queda fuera, pone el foco en algo, por ejemplo, en una mirada en la multitud, dándole entidad al reparar en ella. Así como el psicoanalista escucha un fallido, algo que se escurre en el decir y que da cuenta de otro orden; el artista ve algo que los demás no ven.




En esta bienal, más de ciento cincuenta fotógrafos de distintos orígenes, nos muestran lo que normalmente no vemos. Puede visitarse en el Centro Cultural Borges, de 10 a 21 hasta el 27 de febrero.




Advertencia: en la muestra hay una fotografía tomada en Afganistán que es de aquellas que hacen que uno quite la vista, una imagen muy fuerte que refleja algo que nadie quiere ver y que puede afectar a las personas sensibles (como deberíamos ser todas las personas). Aviso para que no los tome de sorpresa como a mí.






sábado, 4 de febrero de 2012

Literatura - La hora de la estrella

Corregidor editó recientemente en Argentina, para su colección “Vereda Brasil”, la obra póstuma de Clarice Lispector, “La hora de la estrella”, escrita en 1977, apenas unos meses antes de morir.


La hora de la estrella no es otra cosa que la hora de la muerte. “En la hora de la muerte las personas se vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes”. Cuando la sensibilidad de un artista se topa con la cercanía de su propia muerte, siempre que la misma le otorgue tiempo suficiente, estamos ante la posibilidad de una obra maestra; pienso, por ejemplo, en “El sacrificio” del genial cineasta Andrei Tarkovski o en “Los conjurados” de Borges.




La historia es narrada por un escritor (varón) quien anuncia la creación de un personaje: “… en una calle de Rio de Janeiro, atrapé al vuelo el sentimiento de perdición en el rostro de una muchacha nordestina”. Macabea, el personaje en cuestión es una chica del interior (del Nordeste de Brasil) que se traslada, como tantos otros, a una gran ciudad. “Me limito a contar las pobres aventuras de una chica en una ciudad toda hecha contra ella”.




El escritor amaga en forma constante con iniciar la narración aunque la dilata hablando de sí mismo (“Discúlpenme, pero voy a seguir hablando de mí, que soy mi desconocido…”), con lo que, en definitiva, tenemos algo así como dos personajes: un narrador-personaje y la joven Macabea.




Mientras nos cautiva con sus reflexiones, el escritor va espolvoreando datos de la protagonista y cuando parece, promediando el libro, que la narración no va a empezar nunca, de pronto nos encontramos metidos en la historia. Con una joven anodina, cuya vida es casi nada, como el café frío, Lispector construye un relato fascinante donde lo social y lo existencial se contrapesan, y la nada se transforma en vacío esencial.




Los hechos son sonoros pero entre los hechos hay un susurro. Es el susurro lo que me impresiona”. Lispector es conciente de las limitaciones del lenguaje, sabe que hay cosas indecibles (lo que Lacan designó como “lo real”, aquello que queda por fuera del registro simbólico) y alrededor de ese vacío hilvana sus palabras. Tenemos entonces una historia hecha de susurros, susurros en torno a lo real.




Clarice Lispector, como su escritor-personaje, se resiste a ser apenas una válvula de escape “de la vida aniquiladora de la burguesía de clase media” para sacar chispas con su prosa poética y sacudirnos ante lo real de la muerte.




Las cosas son siempre vísperas del morir, perdónenme por recordarles, porque en cuanto a mí, no me perdono la clarividencia”. Perdón eterno para esta escritora que, si bien a lo largo de toda su carrera fue difícil de clasificar, alcanza con su prosa en "La hora de la estrella" un grado de desnudez que hiere, con la libertad propia de una artista que sabe que está por morir y suelta, como en un último suspiro, toda su poesía.