En el marco de una gira mundial por la paz, se presentaban al aire libre en el centro de la ciudad de Buenos Aires, ocasión que justificó reacomodar compromisos para darnos una vuelta aunque llegáramos tarde.
Cruzamos la última calle habilitada al tránsito con la función ya comenzada. Los automovilistas bocinaban y se increpaban, indiferentes al evento que tenía lugar a pocos metros. Las notas provenientes del todavía lejano escenario parecían entablar con los ruidos de la calle un combate de resultado incierto. Mientras nos acercábamos me preguntaba si valdría la pena un concierto en esas condiciones.
Nos fuimos abriendo camino entre la muchedumbre en busca de contacto visual, pero por sobre todo, auditivo, con el escenario. Entre el gentío, un perro ladraba. Un niño insistía a sus padres que no aguantaba más las ganas de hacer pis. A una señora se le ocurrió hacer un llamado de celular y le contaba a alguien que estaba en un concierto en el obelisco. Un vendedor, vestido con una remera de Callejeros se abría paso al grito de “a la garra, a la garra”. El tipo iba y venía, ajeno a las mínimas convenciones de un concierto de música clásica. Ante el primer reproche, contestó con un “la concha de tu madre, estoy laburando” que por poco no termina en un altercado.
Minutos más tarde, me sorprendió verlo aparecer otra vez, levemente transformado: ya no gritaba. Repetía la palabra completa, garrapiñada, garrapiñada, unos cuantos decibéles más abajo que en el grito original, como si se cuidara de no despertar a un bebé dormido.
Al rato, las cuatro notas iniciales del allegro con brio de la quinta de Beethoven, generaron una exclamación general. Luego de la obertura Leonore III de la ópera Fidelio, el ta-ta-ta-taa generó miradas cómplices entre tanta gente extraña: al fin una que sabemos todos.
Las variaciones dobles del andante con moto (segundo movimiento de la quinta sinfonía) lograron algo más: el garrapiñero se calló. Lo tenía justo a mi lado cuando detuvo en seco su oferta, abrió la boca y volteó la cabeza hacia el escenario. El hombre se puso a escuchar. Ante esa deliciosa melodía que desplegaban las violas y los cellos, también se callaron los perros, los celulares, los bocinazos y el niño que, de pronto, ya no tenía más urgencias urinarias.
Una obra compuesta hace más de doscientos años multiplicó sus efectos en cuarenta mil personas, que aplaudieron, vendedor de garrapiñadas incluido, en la 9 de Julio a Daniel Barenboim y su West-Eastern Divan Orchestra.
Desde hace mucho se viene diciendo que la música aplaca a las bestias. Digamos que la exposición a cierta música sublime puede contribuir a humanizar nuestra parte primitiva. De ahí a que Barenboim y
1 comentario:
Buena crónica.
Me encantó que la música lograra hacer entender al vendedor (y a la del celular) el por qué de los pedidos de los demás. Es algo así como Música gana a Palabra :)
Saludos!
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