miércoles, 30 de junio de 2010

Literatura - José Saramago

El 18 de junio falleció José Saramago, premio Nobel de Literatura (1998). Nacido en Azinhaga, un pequeño pueblo portugués de campo; su amor por la narración se lo debe a un analfabeto, al abuelo, contador de historias que se le grabaron a fuego.
Su estilo tan particular, en el que casi no usa puntos y muchos menos los característicos guiones que delimitan los diálogos, nació del intento por dar forma literaria a la cadencia de la oralidad de su abuelo. Saramago escribe –dejemos el verbo en presente un tiempo más- como hablan los campesinos; quizás por eso, pese a estar en la elite literaria, es muy leído y entendido por su pueblo.

Saramago fue un hombre comprometido y, para algunos, molesto. Si tenía qué decir lo que pensaba, lo hacía con calma pero sin miramientos. Lejos de conformarse con la comodidad del reconocimiento, escribió –lamento tener que ir haciéndome la idea de un pasado- para cambiar el mundo. “Ensayo sobre la ceguera”, novela que relata una especie de epidemia que va dejando ciega a la gente, es su enérgico aviso sobre el estado de nuestra civilización. En “El hombre duplicado” vaticina la pérdida de la individualidad que podemos rastrear hoy, en una sociedad en la que todos consumimos más o menos lo mismo.

Saramago captaba ideas poderosas y de ellas nacieron relatos como "Historia del cerco de Lisboa" en la que un corrector decide agregar un “no” al libro que revisa y, en ese acto de rebeldía, cambia toda la historia, la de Lisboa y la suya propia; o “Intermitencias de la muerte”, novela en la que plantea lo que sucedería si un día la gente dejara de morirse.


Los tiempos de cierre de los diarios, más el despiste de algún editor, crearon la paradoja de que en la hoja siguiente a la que anunciaba su muerte apareciera la promoción del Premio Clarín de Novela, con un jurado presidido por -sí, adivinaron- el mismísimo Saramago fallecido en la página anterior. La cuestión es que Saramago no leerá nuestras novelas (si algun día terminamos de escribirlas) y, lo que debería ser más importante, tampoco las escribirá.

Como Raimundo Silva, el corrector de “Historia del cerco de Lisboa”, me veo tentado a anteponer un “no” allí donde dice “Murió Saramago”, para luego dedicarme a continuar descubriendo su obra y agradecer, por ejemplo, cosas como estas:



“Cuando sólo una visión mil veces más aguda que la naturaleza puede dar sería capaz de distinguir por el oriente del cielo la diferencia inicial que separa la noche de la madrugada, despertó el almuédano. Despertaba siempre a esta hora, según el sol, y le daba igual que fuese verano como invierno, y no precisaba de ningún artefacto de medir el tiempo, sólo de una infinitesimal mudanza en la oscuridad del cuarto, el presentimiento de la luz sólo adivinaba en la piel de la frente, como un tenue soplo que pasara sobre las cejas…”

De “Historia del cerco de Lisboa”


“Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, una falla en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos la bocina. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar el automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir la puerta, Estoy ciego.”

De “Ensayo sobre la ceguera”



“Perdida cualquier esperanza, rendidos los médicos ante la implacable evidencia, la familia real, jerárquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba con resignación el último suspiro de la matriarca, tal vez unas palabras, una última sentencia edificante para la formación moral de los amados príncipes sus nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre ingrata retentiva de los súbditos futuros. Y después, como si el tiempo se hubiera parado, no sucedió nada. La reina madre no mejoró ni empeoró, se quedó como suspendida, balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado, pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte, sólo podía ser ella, no se sabe por qué extraño capricho, seguía sosteniendo. Ya estamos al día siguiente, y en él, como se informó nada más empezar este relato, nadie iba a morir.”

De “Las intermitencias de la muerte”



El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y esperó que alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas desesperaciones de espíritu, ciertos golpes de la vida empujen a la víctima a decisiones tan dramáticas como ésta, cuando no peores. Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye una voz gritándole dentro de su cabeza, perdido por diez, perdido por cien, y entonces es según las particularidades de la situación en que se encuentre y el lugar donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero que le quedaba en un billete de lotería, o pone sobre la mesa de juego el reloj heredado del padre y la pitillera de plata que le regaló la madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese color cinco veces seguidas, o salta solo de una trinchera y corre con la bayoneta calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta furgoneta, baja los cristales, abre después las puertas, y se queda a la espera de que, con las porras de costumbre, las navajas de siempre y las necesidades de la ocasión, lo venga a saquear la gente de las chabolas.

De “La Caverna”



1 comentario:

Anónimo dijo...

Me acuerdo el primer libro de Saramago que leí, lo que me costoo al principio, todo con comas, de corrido, sin puntos y aparte y lleno de reflexiones… No podía engancharme. Una vez que pasé la página 40, no pude soltarlo más. Fascinante! Estoy hablando de “El cerco de Lisboa”, después me leí casi todo. La riqueza de la literatura de Saramago no la encontré muchas veces más. Además, coherente, pregonaba cambios en el mundo y los hizo en la literatura. La palabra revolucionario le cabe. Es bueno saber que hay otra gente que lo valora.