La hora de la estrella no es otra cosa que la hora de la muerte. “En la hora de la muerte las personas se vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes”. Cuando la sensibilidad de un artista se topa con la cercanía de su propia muerte, siempre que la misma le otorgue tiempo suficiente, estamos ante la posibilidad de una obra maestra; pienso, por ejemplo, en “El sacrificio” del genial cineasta Andrei Tarkovski o en “Los conjurados” de Borges.
La historia es narrada por un escritor (varón) quien anuncia la creación de un personaje: “… en una calle de Rio de Janeiro, atrapé al vuelo el sentimiento de perdición en el rostro de una muchacha nordestina”. Macabea, el personaje en cuestión es una chica del interior (del Nordeste de Brasil) que se traslada, como tantos otros, a una gran ciudad. “Me limito a contar las pobres aventuras de una chica en una ciudad toda hecha contra ella”.
El escritor amaga en forma constante con iniciar la narración aunque la dilata hablando de sí mismo (“Discúlpenme, pero voy a seguir hablando de mí, que soy mi desconocido…”), con lo que, en definitiva, tenemos algo así como dos personajes: un narrador-personaje y la joven Macabea.
Mientras nos cautiva con sus reflexiones, el escritor va espolvoreando datos de la protagonista y cuando parece, promediando el libro, que la narración no va a empezar nunca, de pronto nos encontramos metidos en la historia. Con una joven anodina, cuya vida es casi nada, como el café frío, Lispector construye un relato fascinante donde lo social y lo existencial se contrapesan, y la nada se transforma en vacío esencial.
“Los hechos son sonoros pero entre los hechos hay un susurro. Es el susurro lo que me impresiona”. Lispector es conciente de las limitaciones del lenguaje, sabe que hay cosas indecibles (lo que Lacan designó como “lo real”, aquello que queda por fuera del registro simbólico) y alrededor de ese vacío hilvana sus palabras. Tenemos entonces una historia hecha de susurros, susurros en torno a lo real.
Clarice Lispector, como su escritor-personaje, se resiste a ser apenas una válvula de escape “de la vida aniquiladora de la burguesía de clase media” para sacar chispas con su prosa poética y sacudirnos ante lo real de la muerte.
“Las cosas son siempre vísperas del morir, perdónenme por recordarles, porque en cuanto a mí, no me perdono la clarividencia”. Perdón eterno para esta escritora que, si bien a lo largo de toda su carrera fue difícil de clasificar, alcanza con su prosa en "La hora de la estrella" un grado de desnudez que hiere, con la libertad propia de una artista que sabe que está por morir y suelta, como en un último suspiro, toda su poesía.
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