Jacobo Fijman fue un notable poeta argentino, injustamente más conocido por haber terminado internado en el Borda que por la fuerza de su obra. En algún momento se declaró a si mismo un santo, “pero mejor no decirlo porque no lo entenderían. Para los médicos eso es enfermedad. Y ellos no saben lo que es un santo. Solo tratan a los demás como enfermos. Se guían por los síntomas. Y otras obligaciones no tienen. En esta sociedad está prohibido ser santo”.
Los personajes que destila el film, los santos sucios, podrían ser vistos como locos que escapan del mundo, que buscan la salida definitiva en el cruce del río. Ortega elude los géneros de la ciencia ficción o el cine de aventuras y se adentra en un clima que podría aspirar a lo onírico o metafísico.
La película esta construida a partir de las locaciones. Se nota que han recorrido la provincia de Entre Rios, buscando el lugar adecuado para cada escena. La imagen está muy trabajada, cada plano revela un esmero que se nota, pero a la película le falta sustancia como para levantar vuelo. Los personajes son extraños pero no interesan demasiado, por lo que el film termina dependiendo en exceso de la puesta en escena. La imagen final es muy bella aunque toda la parte anterior al cruce del río, que ocupa casi todo el metraje, no logra despertar la emoción estética que transmitía una película como Stalker, del gran Andrei Tarkovski; film que probablemente Ortega haya tomado como referencia. La película no alcanza la espiritualidad de Tarkovski ni la pasión poética de Fijman. Los protagonistas cruzan el río, pero la película se queda a mitad de camino, y desde lejos, los observa desaparecer entre el cielo y el desierto.
De todos modos, y más allá del resultado un tanto artificioso, tenemos aquí cine de autor, de alguien que le apunta al arte, aún cuando, para mi gusto, no le pegue del todo al blanco. Habrá más flechas, seguramente.
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