
Por otra parte, hay personas que van al cine para encontrarse. Hay un cine que es espejo; un cine que cuestiona, que nos impugna. Un cine que es cuña, bello y perturbador a la vez.
Ambos cines pueden estar mejor o peor hechos, pero parten, de movida, de intenciones diferentes. Las flores del cerezo (de la alemana Doris Dorrie) pertenece a este último grupo.
Sakura: flor del cerezo. Es muy delicada y el viento la hace caer enseguida.

Promediando la película tendremos una sorpresa que prefiero no revelar, pensando en quienes vayan a verla.
Hanami: fiesta de la contemplación de las flores en la que los japoneses se vuelcan a los parques a celebrar las flores del cerezo.

Con unos pocos planos, Dorrie nos hace sentir la vida en el campo, en Berlín y en Tokio. Allí, además, contrasta el Japón globalizado con los vestigios aún vivos de antiguas tradiciones.
Las flores del cerezo cuya belleza Dorrie nos muestra en detalle, sirven como metáfora de la vida, hermosa y efímera. La flor del cerezo no se marchita, cae del árbol muy pronto, cae en plenitud.
La flor del cerezo era el emblema de los guerreros samurai, quienes tenían como ideal morir en el momento de máximo esplendor, morir dando batalla, en lugar de marchitarse con la vejez. Cada vez que un samurai abandonaba su casa rumbo a la batalla, se sembraba un árbol de cerezo en su honor. Una leyenda sostiene que las flores del cerezo eran blancas en su origen. El color rosado que vemos se debe a la sangre de los samurai.
Butoh: danza japonesa. Meditación activa que refleja la lucha entre el alma inmortal y el cuerpo perecedero.

Poesía en formato cine, poesía existencial. Recomiendo que se apuren a verla ya que es probable que dure en cartelera lo que las flores del cerezo.