jueves, 15 de abril de 2010

Cine en TV -Sonata Tokio

Hace un par de años, en un festival de cine, tuve ocasión de ver una hermosa película, de esas que quedan resonando, que no se olvidan, que se hacen un lugarcito y se quedan a formar parte de lo que somos.
Me refiero a “Sonata Tokio” de Kiyoshi Kurosawa, ganador del premio a mejor director en el Festival de Mar del Plata 2008. Luego de verla, revisé durante meses la programación de los cines, ansioso por recomendarla, pero la película no desembarcó nunca en la cartelera argentina.
Hete aquí que, casi de casualidad, me la encuentro ahora en la programación de la televisión por cable, para los meses de abril y mayo. La pasará Cinemax en los siguientes horarios:

Viernes 23 de abril, 14:25 hs.
Lunes 26 de abril, 23:35 hs.
Sábado 01 de mayo, 20:00 hs.
Sábado 08 de mayo, 20:00 hs.
Domingo 09 de mayo, 22:00 hs.
Jueves 27 de mayo, 17:35 hs.
Lunes 31 de mayo, 18:05 hs.

Decir que la película cuenta la historia de una familia en el Japón actual es decir poco y nada. Rebuscando, encontré las anotaciones que hice, a poco de salir del cine aquella vez. Me permito compartirlas.


Nos metemos en el cine. El cine se mete dentro de mí. La película me mira. Entra por mis sentidos. Recorre mis venas. Resuena.
Yo podría ser ese hombre desechado, esa autoridad extraviada. O ese niño que rescata un piano roto de la calle; que roba para pagarse las lecciones. Que roba, para no robarse.
Todos podríamos ser esa mujer que extiende las manos y pide a la nada que alguien la levante. Sonata Tokio. Sonata Buenos Aires. Sonata Mar del Plata. La misma gente, los mismos temas.
Una película es como una persona: tiene alma o no la tiene. Ésta la tiene.
Cuando el niño le saca al piano las primeras notas del claro de luna de Debussy, el alma que hasta el momento se intuía, se deja ver enterita. Sale de la pantalla y deambula por la sala. Ante esto, no se sale ileso. El alma aparece y deambula por mis rincones. Algo se derrama. Algo se lava.

Una japonesa en las orillas del pacífico. Nosotros en el Atlántico. Vertiendo agua en el mar.
Empezar de nuevo. Cuándo, cómo. Empezar de nuevo. Un mameluco naranja de tela y rojo de sangre, en el piso, con las hojas pegoteadas del otoño. Parece el fin. Pero de su fin resurge. Resigna el dinero y gana otra chance.
Ahora el sol es una luz que sacude nuestros ojos. La película planta una palabra nueva en mi cabeza: almanece.
El sol. Padre de todo. Otro día. Empezar de nuevo.
Solo él puede ser él. Solo ella puede ser ella. Solo yo puedo ser yo. Tenemos algo para hacer.
El mar no nos lleva hoy. Nos deja en la playa. Un día distinto, sin viento arremolinado, sin furia. Solo una gran esfera celeste que nos envuelve.

Almanece. Si no hago lo mío, nadie lo hará.

miércoles, 7 de abril de 2010

Literatura - Más liviano que el aire

Si se nos presenta una anciana asaltada por un pibe chorro que logra introducirse en la casa con ella, los papeles de víctima y victimario se distribuyen casi automáticamente. Ahora bien, cuando la prosa de Federico Jenmaire continúa su despliegue, esos roles se van desdibujando en forma progresiva al punto de lograr que nos preguntemos quién es la víctima si es que no lo son ambos.

La anciana, con la excusa de que allí tenía escondido el dinero, logra encerrar al joven asaltante en el baño de servicio.

La voz del pibe chorro no se escucha nunca. Deducimos lo que dice a través de la palabra de la anciana, la única que tiene voz en esta historia.


La anciana, pertenece a la clase, digamos cultural más que social, que tiene la palabra y se horroriza ante la presencia de estos morochitos vistos casi como bestias a las que hay que domesticar. Bestias salvajes que no tienen voz, excluidas del campo de la palabra, interpretadas, mediatizadas por un otro que cree que sabe, lo cual suele ser muy peligroso.


La anciana está sola y quiere hablar, quiere contar la historia de su madre, una mujer que ansió volar y termina estrellada a poco de levantar vuelo, casi una metáfora de lo que podría sucedernos como nación (ya que estamos en el bicentenario) si no logramos superar esa división entre explotadores y excluidos o civilizados y bárbaros según desde donde se lo mire.


La obra tiene capas, perfectamente ensambladas, con soltura y coherencia. Funciona como historia personal y cómo metáfora social. Palpamos la alarmante soledad de esa anciana y a la vez podemos razonar que nada genera más violencia que la exclusión, por lo que esa inseguridad que horroriza a los sectores más pudientes (sí esos que repiten con liviandad la multilla “es un horror”) no es más que una consecuencia de la que son causa.


Jeanmaire, como si esto fuera poco, regula, además, el suspenso. Nos lleva a imaginar que pasará cuándo la anciana le abra la puerta, pensamos si el pibe la atacará, si podrán hablarse a la cara, cada lector habrá imaginado sus alternativas. El autor estira los tiempos, milanesa por debajo de la puerta mediante, para luego arremeter con un final tremendo, que puede resultar inesperado pero, si lo pensamos luego, comprendemos que es el final que la historia pedía.


El libro se lee de un tirón, liviano como el aire, pero cuando lo terminamos nos queda retumbando el peso de la experiencia que acabamos de vivir.

sábado, 3 de abril de 2010

TV - Lecciones en la Oscuridad, belleza en el desastre

Puede verse por cable, por el canal Infinito, la película “Lecciones en la oscuridad” del director alemán Werner Herzog, de quién hemos venido hablando últimamente en este espacio.
Finalizando la guerra del Golfo, Herzog conversó con un corresponsal de la BBC quién le comentó que las imágenes que se transmitían no llegaban a dar cuenta de lo que realmente estaba sucediendo, tanto en el plano humano como en el ecológico. Entonces Herzog tomó su cámara y viajó hacia Kuwait.
Frente a un documental sobre una guerra, esperamos que se nos relate el motivo del conflicto, se mencionen las naciones involucradas, se citen las fechas y nombres de batallas, las negociaciones políticas; pero este es un documental de Herzog, director que puede gustar más o menos, pero del que nadie puede negar su originalidad. Aquí no encontraremos nada de eso, no se nos dirá cómo fueron los hechos, no habrá cronología, ni entrevistas a generales, políticos o historiadores.
Nuestros ojos serán llevados a recorrer en cámara lenta, muchas veces desde un helicóptero, los paisajes devastados, el petróleo ardiendo, burbujeando, los edificios destruidos como papeles abollados, mientras por nuestros oídos penetra la fuerza de la música de Wagner, de Mahler, de Grieg. El efecto es casi hipnótico, siendo probable que sintamos el impulso de escapar, cambiando de canal. Cada tanto habrá alguna entrevista a gente del pueblo en las que se sugerirán los efectos de atrocidades cometidas por los soldados iraquíes. En las entrevistas, Herzog muestra lo que generalmente se corta: los silencios, los tiempos muertos de la entrevista, una mirada, pequeñas muecas.
Hace poco (comentado en este mismo blog) Herzog definió su última película de ficción,“Maldito Policía”, como una comedia oscura. A este documental podríamos definirlo, entonces, como un poema oscuro. Es notable cómo Herzog encuentra o crea imágenes bellas en medio del desastre; quizás por ello resulte una belleza que no alegra el espíritu, sino que lo perturba.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Se viene el BAFICI

En los próximos días se inicia el BAFICI, tradicional festival de cine independiente de Buenos Aires. Este año se proyectarán centenares de películas, algunas de directores conocidos, muchas de directores por descubrir. Imposible abarcar tanto, por lo que, habrá que leer las críticas, estar atentos a los comentarios o confiar en la intuición, a riesgo de tragarnos algún bodrio. A mí me gusta el clima que se vive, el público suele ser estar más atento a mirar la película que a comer pochoclo.
A continuación les dejo el vínculo al sitio oficial del festival.
http://www.bafici.gov.ar/home10/web/es/index.html

domingo, 28 de marzo de 2010

Cine - Un Maldito Policía

Tengo entendido que el policial negro surge en la década del veinte en los Estados Unidos como contraposición al policial inglés. En el primero, según Gustavo Di Pace, un crimen altera el orden y un policía intachable y muy inteligente logra, aplicando el razonamiento y casi nunca la violencia, descubrir al asesino y restaurar el orden. Las historias de Sherlock Holmes serían el ejemplo paradigmático.
En el policial negro, el crimen deja de ser un hecho aislado, una mancha en un orden inmaculado. El crimen pasa a ser un crimen de contexto. Los asesinatos están motivados por un contexto en el que la corrupción empieza a dejarse ver y el dinero suele ser la motivación preponderante. La obra de Raymond Chandler podría tomarse como paradigma de este vuelco.
Si Werner Herzog no fuese tan “lobo estepario” podríamos pensar que su película “Un maldito Policía” abre, aunque lo haga en terreno cinematográfico, una nueva etapa en relación al género policial. La corrupción ya no solo se deja ver, sino que ha impregnado la sociedad entera. La corrupción es el orden y las diferencias entre policías y delincuentes se han borrado totalmente. No hay un orden que el buen policía pueda restaurar. No hay buen policía. Hay un crimen, pero su resolución no importa tanto ni cambiará nada. Lo esencial es mostrar el estado de una sociedad.
El policía que se nos muestra está enfermo, sufre dolores crónicos en la espalda, es un adicto a la droga y al juego y a todo lo que supuestamente debería combatir. No se distingue de los malos. Por la película circula una muestra de personajes en estado de descomposición. Hay por allí, algunos que intentan salirse (el padre, la novia) mientras la mayoría apenas lucha por acomodarse mejor en el fango.

El estado mental del policía que interpreta Nicholas Cage invade toda la película. La película se vuelve delirante logrando una connivencia entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta.
Mientras asciende en el escalafón policial desciende como ser humano. ¡Qué mal está nuestra cultura! Y no nos damos cuenta o no nos importa. Sobre esto pareciera Herzog querer llamarnos la atención, y entonces mete iguanas, cocodrilos, el alma de un cadáver bailando alocada y una escena final impactante, un anti-final hollywood, de modo tal que le resulte imposible al espectador tomarse la película como un policial más.

La historia transcurre en la Nueva Orleans post Katrina y empieza en una cárcel inundada, supuestamente desalojada, en la que un preso olvidado pide auxilio mientras su celda se llena de agua. Aquí aparece el protagonista que duda en salvarlo por temor a mancharse un calzoncillo de 50 dólares. Herzog evita todos los clichés relacionados con Nueva Orleans: no hay jazz, ni vudú, ni ritos funerarios.
El huracán no limpió la corrupción sino que la dejó mucho más expuesta, tal como hace Herzog en esta película original, inclasificable, una “comedia oscura” según palabras del propio director.
Si de a ratos nos parece estar viendo un típico policial negro somos sorprendidos por alguna irrupción extraña que produce una risa inquieta, nerviosa. Reímos mientras nos tapan las pantanosas aguas del Mississipi.
Si jugáramos a hacer un símil entre la evolución de las historias policiales y el concepto de salud, podríamos mencionar un primer período en el que la enfermedad mental era vista como una mancha en la pulcra normalidad social, y el enfermo, un desviado al que hay reinsertar en el orden social (policial inglés). En tiempos más recientes, la cultura empieza a ser vista como contexto provocador de enfermedad mental. La normalidad empieza a ser cuestionada y despegada del concepto de salud. Ser una persona normal, adaptada al medio, ya no garantiza ser una persona sana (policial negro). Cómo pensar entonces la salud en una sociedad en la que los más enfermos parecieran ser los que mandan; en la que el deseado ascenso social pareciera implicar un abandono del sí mismo, un olvido de la integridad del ser humano. Una cultura que encierra a sus locos menos peligrosos (basta visitar el Borda para darse cuenta) y pone en los lugares de decisión a los más nocivos.
Sobre esto pareciera estar reflexionando Herzog en una obra en la que lo policial funciona como excusa.

domingo, 14 de marzo de 2010

Teatro - Los Macocos - Pequeño Papá Ilustrado



Una larga Introducción
No es intención de este texto abocarnos a una explicación técnica sobre la fisiología de la risa. Simplemente recordaremos aquí que los movimientos musculares producidos por la risa, generan una serie de impulsos eléctricos que recorren los nervios hacia el sistema límbico, donde se libera una gran cantidad de hormonas, siendo la más conocida, la endorfina. Las endorfinas crean una sensación de bienestar general al suscitar un efecto analgésico en órganos, músculos y articulaciones. Por eso la risa termina, porque los músculos acaban relajándose. No se puede reír para siempre; pero después de reírnos un rato nos sentimos bien.
La risa es una terapia natural, y todo lo que la produzca suele ser bienvenido. En un viaje en micro, durante las últimas vacaciones, tuve ocasión de ver “La propuesta”, comedia con Sandra Bullock, cuyo director no creo merezca la pena mencionar. Como toda comedia, apunta a generar risa. La trama suele ser lo de menos, es un pretexto para la risa. Entonces ponen a una anciana, jefa de una familia poderosa de Alaska, a hacer toda una serie de monerías que intentan ser una ceremonia indígena ancestral, monadas que el personaje de Sandra Bullock, una acartonada ejecutiva neoyorquina, repite con mucho esfuerzo. Al advertir las risas de algunos pasajeros (una película es un viaje, pero aquí me refiero a los del micro) fui presa de un par de sentimientos contradictorios. Por un lado, cierto menosprecio ante esa gente capaz de reírse de algo que a mis ojos resultaba una gansada, y al mismo tiempo, un poco de envidia. Ellos estaban liberando endorfinas y yo no podía. No lograba dejar de ver la película como una afrenta a mi inteligencia. No me hacía gracia. Cero endorfinas.

Vamos al grano
Volví a Buenos Aires con la inquietud de hallar una obra que me provocara una buena risa y me recomendaron, como quien prescribe una medicina, ver a Los Macocos, una “banda teatral” que ya tiene una importante trayectoria en el teatro y el humor.
La obra, en cartel hasta fines de marzo, se llama “Pequeño Papá Ilustrado”. En ella, Daniel Casablanca, Martín Salazar y Gabriel Wolf interpretan, en forma disparatada, reconocibles situaciones entre padres e hijos.
Comienzan como supuestos expertos disertando sobre cómo ser un perfecto papá y nos van introduciendo en una serie de episodios en los que la identificación es muy fácil para todos, ya que el que no es padre es hijo y puede reconocerse en el padre que atraviesa las dificultades propias de procurar hacer dormir al hijo o en el adolescente que tiene que escuchar la perorata del padre sobre el estudio y las responsabilidades.
El gag menos logrado te saca una sonrisa y los mejores desatan carcajadas de esas en las que no queda un músculo quieto.
Daniel Casablanca tiene una gracia natural, física; con un gesto desata la risa que, en mí, no pueden lograr ni veinte comedias norteamericanas juntas. A Salazar y a Wolff no les cuesta mucho más; mantienen en alto las risas de la platea combinando histrionismo con un guión muy logrado, basado tanto en la intersección de experiencias personales con una observación casi sociológica.
La idea de emparentar la situación del padre que tiene que preparar al chico para ir al colegio con la de unos marineros que deben pilotear un barco en plena tormenta está muy lograda.
Tenemos una repasada sobre las amenazas paternas imposibles de cumplir. “Si no apagás el televisor lo voy a tirar por la ventana, si siguen haciendo lío, se bajan y continúan hasta Mar del Plata caminando…”; también al padre que quiere leer el diario en la playa y los niños que se lo impiden.
Aquí, la risa funciona como espejo, las carcajadas se liberan en el marco de un proceso reflexivo sobre cómo somos como hijos, cómo somos como padres…
Los niños aportan a nuestra vida muchas posibilidades de reír. Si el padre postergara su intención de leer el diario tranquilo, cosa que, lejos de esa pretendida sensación de relajación suele cargarnos con una buena dosis de mal humor, y en lugar de ello, se volcara a jugar con su hijo, la pasaría mucho mejor.
Más allá de una presentación quizás un poco larga o cierto exceso en el uso de los pedos (si cuando el padre le implora al hijo adolescente que le dé al menos una señal, el chiste funcionaría mejor si no hubieran habido varios pedos antes), disfruté mucho la obra y no fui el único, ya que las carcajadas eran generales.
Reír. Reírnos de nosotros mismos. Reconocernos. Reflexionar en medio de un agradable torrente de endorfinas. No es poco el mérito de “Pequeño Papá Ilustrado”.

domingo, 28 de febrero de 2010

Literatura - Cortázar - La vuelta al día en ochenta mundos

No tengo nada contra la literatura de entretenimiento, de hecho me parece mejor leer eso que nada; pero toparme con Cortázar después de leer “Los hombres que no amaban a las mujeres” (ver post anterior) realmente me produjo un shock. El libro de Stieg Larsson, como buen best-seller es pura acción, hay de todo: asesinatos, violaciones, venganzas, persecuciones, decenas de personajes, todo hilado en forma vertiginosa como para mantener atrapado al lector.
El contraste al leer los dos pequeños grandes tomos de “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967) es tremendo. Ya las primeras páginas desnudan la falta de belleza del anterior. Si el de Larsson atrapa, el de Cortázar libera. Cortázar escribe aquí lo que quiere, la libertad con la que aborda el libro se transmite al lector. No tenemos un hilo narrativo. Salta de una cosa a la otra y lo hace con naturalidad mediante una prosa que genera belleza en cada página. Nos cuenta de su gato con nombre de filósofo, reflexiona sobre la poesía, argumenta con gracia que uno de los grandes problemas argentinos es el encabezamiento de las cartas, intercala fotos, dibujos, mandalas. Hace un libro collage, flujo de talento. Relata un concierto de Louis Armstrong y nos transporta hasta allí.
“Lo primero que se ve de él es su gran pañuelo blanco, un pañuelo que flota en el aire y detrás un chorro de oro también flotando en el aire y es la trompeta de Louis… y nosotros en las plateas nos agarramos todo lo que tenemos agarrable, y además lo de los vecinos, con lo cual la sala parece una vasta sociedad de pulpos enloquecidos y en el medio está Louis con los ojos en blanco detrás de su trompeta, con su pañuelo flotando en una continua despedida de algo que no se sabe lo que es…”
Consagra treinta y ocho páginas a desplegar su simpatía por Lezama Lima y su novela “Paradiso”, dedica un poema a Jack el destripador, nos aclara la etimología de la palabra “piantado” y de pronto arremete con “la teoría del agujero pegajoso”, algo que puede parecer una broma o un relato zen.
“Se llama por ejemplo Ramón, y lleva el nombre pegado lo mismo que todo lo demás, lo que la gente ve de él y lo que él mismo ve de él. Pocos saben que en realidad es un agujero pegajoso.”
Cortázar se atreve al agujero, lo explora. Escribe desde un intersticio. Si las palabras normalmente tapan huecos, él invierte la cosa, tal como invierte el título del libro de Verne, otro aventurero al que rinde homenaje.
“Detesto al lector que ha pagado por su libro, al espectador que ha comprado su butaca, y que a partir de allí aprovecha el blando almohadón del goce hedónico o la admiración por el genio. ¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados…”
Escribir y respirar son la misma cosa. Cortázar transmite su vitalidad, la plasma en sus párrafos. Libera el humor, lo saca de su jaulita y lo deja circular por donde normalmente no se lo encuentra, alejándose de la seriedad, “esa señora demasiado escuchada”. Despierta complicidad. Se disfruta. Se agradece. Y se recomienda.